lunes, 26 de noviembre de 2012

CIENCIA VIVA LÍMITES DEL CONOCIMIENTO
Los sorprendentes éxitos de la ciencia, produciéndose a un ritmo
progresivamente acelerado, son un elemento familiar de la cultura de los
últimos dos siglos. Forman parte del telón de fondo ante el que se
desarrollan nuestras vidas y, por muy inesperados e increíbles que nos
resulten, nos parecería mucho más extraño vivir sin verlos casi a diario en
los periódicos. Uno de los estereotipos aceptados ya por la opinión pública
es que la ciencia lo puede todo, o quizá que lo podría todo si no fuese
porque hay grupos económicos interesados en que no se resuelvan algunos
problemas. Lo podemos ver en cómo algunos exigen la inmediata solución
de problemas como el del SIDA o el de la energía limpia y barata, como si
eso estuviese en manos de los científicos pero no se pudiese realizar por la
conjura de algunos poderosos.
Este prestigio desmedido que tiene la ciencia (o mejor quizá la alta
valoración de su poder) se basa en sus logros en dos terrenos: el de las
ideas y el de las cosas, porque la ciencia nos ayuda a entender el mundo y,
a la vez, nos permite modificarlo. O sea en que puede ofrecer explicaciones
sobre el comportamiento de la materia, tanto de la inerte como de la viva, y
también en que sirve para crear objetos que hacen más agradables nuestras
vidas.
En los últimos años, vivimos una profunda crisis de la Modernidad,
una de cuyas manifestaciones es el rechazo de la racionalidad científica por
parte de algunos ámbitos intelectuales que repudian la validez de sus ideas
sobre el universo, aunque sin cuestionar a la ciencia como instrumento
necesario para sus aplicaciones técnicas. De modo especial atacan su
objetividad, de la que los científicos suelen estar muy orgullosos, con la
pretensión de que las verdades de la ciencia no son sino convenios a los
que llegan grupos de científicos, acuerdos debidos en buena parte a su
gusto o a las modas. Se ha establecido así una polémica, sobre todo entre
algunos científicos y ciertas escuelas de sociología, que se conoce como la
guerra de las ciencias (de la naturaleza y de la sociedad).
Esta polémica, junto con la insatisfacción que produce la enorme
distancia que hay entre lo que ahora se puede hacer para mejorar la vida de
la gente y lo que realmente se hace, ha forzado la discusión sobre las
posibilidades de la racionalidad científica para entender el mundo,
poniendo sobre la mesa la cuestión del futuro de la ciencia y de si existen o
no límites a su desarrollo

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